Pablo Gentili. Nació en Buenos Aires en 1963 y ha pasado los últimos 20 años de su vida ejerciendo la docencia y la investigación social en Río de Janeiro. Ha escrito diversos libros sobre reformas educativas en América Latina y ha sido uno de los fundadores del Foro Mundial de Educación, iniciativa del Foro Social Mundial. Su trabajo académico y su militancia por el derecho a la educación le ha permitido conocer todos los países latinoamericanos, por los que viaja incesantemente, escribiendo las crónicas y ensayos que publica en este blog. Actualmente, es Secretario Ejecutivo Adjunto del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) y Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO, Sede Brasil).
La mañana del 10 de abril de 1976, María Regina salió temprano de su casa en el Barrio de Belgrano. Su compañero, Sergio, había tenido que irse del país algunas semanas antes. Ya estará en La Habana, pensó ella, mientras arreglaba su largo cabello negro despeinado por la brisa que soplaba desde el Río de la Plata. El sol brillaba y el otoño aún no había descargado su humedad gris y melancólica sobre Buenos Aires. La radio anunciaba que la temperatura llegaría a 22 grados. María Regina pensaba que esos días radiantes parecían burlarse de la tragedia que se vivía en la Argentina, pocos días después del golpe de Estado. También en Chile, desde donde habían llegado con Sergio, clandestinos. O, en Brasil, donde había nacido hacía 29 años. María Regina pensaba en sus países queridos, en cómo sangraban de dolor, mientras el sol relucía sin haberse dado cuenta de nada.
En la esquina de Pampa y Avenida del Libertador, María Regina recogió su cabello largo y negro. Cerró los ojos y dejó que el sol le iluminara el rostro. Pensó qué estaría haciendo Sergio en esos momentos. Memorizó el camino y fue rumbo a su encuentro con Edgardo.
Poco sabemos qué ocurrió a partir de ese momento.
Los testimonios recogidos sostienen que María Regina y Edgardo fueron detenidos por la Armada Argentina gracias a informaciones ofrecidas por la Dirección de Inteligencia Nacional de Chile. Algunos documentos indican que el cuerpo de Edgardo fue entregado acribillado en el Hospital Pirovano de Buenos Aires, la tarde de ese mismo día. Desde el 10 de abril de 1976, ambos están desaparecidos.
(…)
Conocí a Emir Sader hace casi veinte años. He compartido con él una amistad profunda y una rutina laboral cotidiana en la investigación académica, el trabajo docente, la escritura militante y el activismo político. Supe, al conocerlo, que Emir alguna vez se había llamado Sergio y que había vivido varios meses en Buenos Aires, escapando de Chile y hurgando en los peligrosos pliegues de la lucha revolucionaria, cuando las dictaduras infectaban de terror y muerte buena parte de los países latinoamericanos. Algunas pocas veces, y casi siempre de manera esquiva, me mencionó a María Regina, su compañera, desaparecida en Buenos Aires. Cuando lo hacía, era de forma elíptica y en el medio de un relato de otros acontecimientos o hechos dispersos, donde ni él ni ella eran los protagonistas. Nunca quise preguntarle nada al respecto. No sabía cómo hacerlo, aunque me carcomían las ganas de que me contara qué sentía, cómo era ella, cuándo se habían conocido, qué planes tenían para el futuro, por qué se habían enamorado. Quería saberlo todo, pero pensaba que su recuerdo podía ser más doloroso que mi trivial ansiedad. Las pocas veces que él mencionaba a María Regina, mi corazón se aceleraba a la espera de un relato que nunca terminaba de concretarse.
Todo cambió el jueves 4 de mayo del 2006.
Ese día, llegamos juntos en taxi al Centro Municipal de Exposiciones, donde comenzaría el Foro Mundial de Educación de Buenos Aires. Al bajar del coche, Emir se detuvo petrificado, como si estuviera mirando el cielo. Yo temí que le hubiera bajado la presión o se hubiera mareado. Me tomó del hombro y tratando de ensayar una sonrisa, me dijo: “Mira, ahí, María Regina…” En una especie de contagio transitivo de la estupefacción, elevé la mirada y observé un enorme cartel, sobre la entrada misma de lugar donde se realizaría el Foro. Casi no podía reconocer su contenido. Era una especie de collage de palabras. “Ahí, ahí, ¿la ves?”, me preguntaba Emir recuperando el entusiasmo. “María Regina, ¿la ves?, ¿la ves?”.
El Foro Mundial de Educación estaba promovido por diversas organizaciones, entre ellas, las Abuelas de Plaza de Mayo. Los organizadores habían puesto un enorme cartel con decenas de nombres, homenajeando a los extranjeros desaparecidos durante la dictadura militar argentina. En ese aquelarre de letras superpuestas, sin demorar un instante, Emir, Sergio, había reconocido a María Regina, su compañera querida.
Mis piernas temblaron, mientras, en vano, trataba de ordenar mi mirada en ese universo de nombres heroicos y difusos.
Caminamos algunos minutos en silencio, en medio de la multitud de participantes. Emir seguía tomándome del hombro. De reojo percibí el brillo de una lágrima que corría por su mejilla. Su silencio fue el mejor relato del dolor que apretaba su corazón. Sentí un gran orgullo por compartir su amistad. Habían pasado tantos años desde la desaparición de María Regina y su presencia nos ofrecía ahora una nueva victoria. Ella estaba allí, junto a tantos otros, para recibirnos, para brindarnos su cálida y amorosa bendición.
Bienvenidos, parecía decirnos María Regina. Bienvenidos.
Y yo también me puse a llorar, aunque traté de disimularlo.
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Desde aquel momento, nunca más sentí la necesidad de preguntarle a Emir sobre María Regina. No puedo explicarlo. No sé por qué. Quizás, porque ya lo sabía todo. Mi ansiedad se aplacó cuando sentí que ella también era parte de mi vida. Muchas veces he pensado que esta es una de las grandes victorias de los que perdieron la vida luchando contra las dictaduras en América Latina: que se vuelven presentes más allá de las contingencias, que siempre están allí, que siempre nos acompañan, que cada uno de ellos, cada una de ellas, nos regalan una generosa familiaridad.
La aspiración de todo genocidio es borrar los rastros de aquellos que pretende exterminar. Sin embargo, nunca cualquier genocidio lo ha logrado. Las imágenes de sus víctimas siempre regresan, viven, iluminan y guían la vida de los que heredan su lucha. Los genocidios nunca triunfan porque no pueden realizar su aspiración más despótica: hacer que desparezca el sentido de la vida, los ideales de aquellos que ha exterminado. Ningún genocidio consigue borrar los nombres de sus víctimas, clavados en una historia que no
se rinde ante la prepotencia del olvido. Desaparece el cuerpo, no la memoria.
El jueves 4 de mayo del año 2006 descubrí a María Regina reflejada en esa lágrima brillante que iluminaba el rostro de Emir. Allí entendí que sabía todo acerca de ella. El resto, eran detalles.
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Dos semanas atrás, después de mucho postergarlo, fuimos con Emir y varios amigos al Parque de la Memoria, uno de los más bellos y conmovedores espacios públicos de la Ciudad de Buenos Aires. Se trata de un amplio terreno de 14 hectáreas donde se destacan el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, excepcional obra arquitectónica de Alberto Varas, y numerosas obras escultóricas que lo acompañan y brindan fuerza narrativa a un trazado doloroso sobre una leve colina, a orillas del Río de la Plata. Allí se dibujan el pasado y el futuro de un país atormentado por el deseo de justicia. El Monumento representa una herida profunda, en dirección a ese mismo río en el que los llamados “vuelos de la muerte” dejaban caer los cuerpos aún con vida de centeneras de seres humanos cuyo mayor delito había sido oponerse a la tiranía. Su trazado invita a una procesión lenta acompañando largos paredones compuestos por 30.000 placas de pórfido, una piedra de gran dureza y gris con destellos púrpura, como la memoria de los 30.000 desaparecidos durante la dictadura argentina. 9.000 de esas placas están grabadas con el nombre y la edad de las mujeres, los hombres, las niñas y los niños víctimas del terrorismo de Estado. En el caso de las mujeres, se indica si estaban embarazadas al momento de ser asesinadas o secuestradas por las fuerzas militares. Paredones que invitan a una peregrinación por el horror. Las edades de las víctimas dan cuentan de lo que estaba en juego en la Argentina de los años 70: el pasado contra el futuro. El pasado creía haber ganado la batalla en aquel triste y doloroso momento. El futuro, duro como esa piedra cargada de esperanza, resiste el poder de las armas y su arrogante vocación a la muerte. El futuro es la vida y la libertad, parece susurrarnos el peregrinar por esos muros cargados de nombres y de tristeza inmensa: Carlos F., 16 años; María T., 22 años, embarazada; Sofía, R., 19 años; Mateo D., 28 años; Ricardo, F., 32 años; Carol G., 18 años, embarazada… 9.000 nombres, 9.000 heridas en la piedra, 9.000 flores en ese Río de la Plata, manchado por la ignominia, marrón y luminoso como las lágrimas de una sociedad dispuesta a no olvidarlos.
Recorrer, peregrinar, caminar en marcha lenta al lado de esos muros repletos de nombres y de placas grises con destellos púrpura, es como volver al pasado, soñando con un futuro mejor. Es como acercarse a ese río manchado de horror, pero para despegar en un vuelo de libertad y justicia, de emancipación y lucha. Peregrinar honrando a todos los que murieron, porque a ellos les debemos la vida y la libertad, una realidad de justicia que apenas se asoma en el horizonte de un continente acostumbrado a la opresión y al abandono.
El Parque de la Memoria de Buenos Aires es un emocionante dispositivo pedagógico que deberíamos recorrer con nuestros hijos, nuestros amigos y familiares, nuestros alumnos y compañeros de trabajo, tomados de la mano. No para cerrar las heridas del pasado, sino para evitar que volvamos a abrirlas.
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Aquel día, caminamos lado a lado, apoyados en esos muros grises con destellos púrpura, en silencio.
Emocionados, hermanados.
Emir, de repente, se detuvo.
Vi que se agachaba mientras pasaba su mano suavemente sobre una de esas placas de piedra dura, como la memoria, gris, como el olvido, púrpura, como la esperanza: Maria Regina Marcondes, 29 años. Su mano suave recorría cada letra, cada línea, cada curva. Su mano suave acariciaba el nombre de su compañera amada. Sergio abrazaba a Regina, sus ojos volvían a iluminarse. El cabello de Regina volvía a despeinarse con la brisa del Río de la Plata. La caricia, la memoria. Trazos de un mismo presente, nutrientes de un mismo futuro.
El Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado es uno de los pocos lugares en el que los familiares y amigos de los detenidos y desaparecidos de la dictadura militar argentina disponen para dejarle flores a sus seres queridos. O para acariciarlos, así, con una caricia suave sobre la piedra gris. Para hacer que ella no deje nunca de regalarnos sus destellos púrpuras.
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Acompañamos a Emir durante esos cortos minutos de intimidad con el dolor. Con él seguimos la lenta peregrinación por esa herida en dirección al río.
Subiendo la leve colina se vislumbra una de las más bellas e intensas obras escultóricas del Parque. Su autor es uno de los más creativos artistas argentinos, Nicolás Guagnini. Se trata de un cubo formado de 25 columnas rectangulares en las que se dibuja el rostro en blanco y negro del padre de Nicolás, desaparecido y asesinado por el ejército argentino. Mientras se sube la cuesta, el cubo de columnas se vislumbra blanco e intenso, a medida que nos acercamos, la imagen del rostro va conformándose y volviéndose visible. Al alejarse, el rostro comienza a pulverizarse en pequeños fragmentos, se desdibuja mientras el blanco vuelve a ganar intensidad. Un juego de resplandores se diseña en esas vigas de metal, donde 30.000 destellos de luz forman un rostro, el rostro de todos los desaparecidos. Mientras la figura va ganando sus contornos definidos, el río desaparece; mientras el río aparece, la figura se diluye en el espanto del olvido. El blanco vuelve a jugar aquí su doble sentido: la nada, la indiferencia, la soledad; la esperanza estampada en el pañuelo que identifica a esas madres y abuelas valientes, gigantes, herederas de sus hijos.
Más allá, sobre la leve colina, un enorme panel de hierro sanciona: “Pensar es un Hecho Revolucionario”, obra impactante de la artista Marie Orensanz.
Llegamos a la margen del río, donde el Monumento se desploma y se sumerge en sus aguas turbias de dolor. Allí, luce impávida la obra “Reconstrucción del Retrato de Pablo Míguez”, de Claudia Fontes, homenaje a quien fuera uno de los más jóvenes desaparecidos argentinos, con 14 años. Pienso que esa es exactamente la edad de mi hijo y me siento totalmente perturbado por la angustia. La figura de Pablo Míguez, en tamaño real, se mantiene en pié, sobre las aguas a 70 metros de la costa. El oleaje del río le imprime un leve balanceo. Desde la costa se lo ve de espaldas. De acero inoxidable pulido, el brillo del sol confunde la imagen de la escultura con el movimiento del agua. Su contorno aparece y desparece, mientras nosotros nos acunamos tratando de verlo.
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Alguna vez, Walter Benjamin, ha escrito que “la memoria abre expedientes que el derecho y la historia dan por cancelados”. María Regina Marcondes era brasileña. Su mamá viajo a la Argentina numerosas veces y marchó en la Plaza de Mayo junto a las Madres y las Abuelas, reclamando su aparición con vida y el castigo a los culpables de su asesinato.
Emir, Sergio, pocos días después de salir de la Argentina, a comienzos de marzo de 1976, se encontró con Julio Cortazar en un vuelo de La Habana a Managua. Allí hablaron de Regina. Sabían que su situación sería cada vez más arriesgada y peligrosa. Cortazar escribió un breve mensaje sobre un pedazo de papel blanco que Emir prometió enviarle enseguida:
Bueno, flaca, aquí, a bordo de un avión quiero que recibas un saludo muy cordial de alguien que comparte muchas cosas con vos.
La carta nunca llegó a manos de María Regina y Emir aún la conserva. Supe de su existencia porque un día, sin que se lo hubiera preguntado, él me llamó muy tarde por la noche, para contarme la historia. Le dije que me encantaría conocer el contenido del mensaje de Julio Cortazar. Pero me respondió de manera evasiva, argumentando que no sabía si podría encontrar el pequeño papel, archivado en algún lugar desconocido y ya amarillo por el paso del tiempo. Pocos segundos después volvió a llamarme y me leyó el texto. “Por suerte, lo encontré”, me dijo, como si sospechara que no me había dado cuenta que lo tenía a su lado. Igual que siempre en estos 36 años, desde aquel día que, una mañana de sol, María Regina arreglaba su largo cabello negro y cerraba los ojos, dejando que el futuro le iluminara el rostro.
Caetano Veloso en el Parque de la Memoria from PARQUE DE LA MEMORIA on Vimeo.