Sobre las visiones científica y filosófica de la longevidad
Vivimos más tiempo, sí, pero cada vez más deprisa. Más que una reflexión, este es un sentimiento (es decir, un cúmulo de pensamientos condensados en una imagen o flash mental) compartido por muchas personas en los países desarrollados. Desde principios del siglo XX, la supervivencia media prácticamente se ha duplicado (esto es una
verdad estadística); desde hace unas décadas –hay quien traza la raya en la década de 1960– la vida cotidiana no ha dejado de acelerarse (esto es, ya digo, sólo una sensación subjetiva compartida por muchos). El balance estadístico de la duración de la vida es sin duda positivo, pero el saldo personal, medido en algo tan elástico como el tiempo interior, no siempre lo es.
Hace un par de siglos, cuando la vida media era mucho más corta, se tardaban 400 horas en ir de Madrid a Barcelona, a una media de dos kilómetros por hora; el tiempo del viaje se ha ido reduciendo progresivamente, primero con el tren y después con el automóvil, hasta las dos horas y media actuales de un viaje en Ave. El mundo se ha
acortado, la vida es más larga y el tiempo parece dar más de sí, y sin embargo… ¿Adónde vamos con estas prisas? ¿Cuándo se liquidó la vida tranquila? ¿Es la vida urbana, es la tecnología, es la individualización, es la globalización o qué es lo que nos hace añorar la slow food, la slow medicine, la slow life? Por un lado, las
aplicaciones de la ciencia, nos alargan la vida, pero por otro parece que la propia tecnología nos roba el tiempo y nos hace sentir el vértigo de la aceleración. La informática, sin ir más lejos, ha transformado muchas actividades cotidianas, pero ¿cuántas horas le dedicamos al cabo de un año o de toda una vida? La medicina puede
añadir años a la vida, pero sólo hasta cierto límite; también puede añadir vida a los años, pero esta es una tarea sin duda más personal, relativa e intransferible.
Si viviéramos 10 veces más, unos 800 años, dedicaríamos probablemente los primeros dos siglos a la educación, pero quizá no nos libraríamos de la crisis de los 400 ni de la angustia de la jubilación a los 650.
Decía Aristóteles que en el río Hipanis (actualmente, Bug Meridional) viven algunos animalillos cuya vida sólo dura un día, de tal forma que el que muere a las ocho de la mañana, muere muy joven, y el que muere por la tarde, ya lo hace de viejo. Y Montaigne, que recoge este detalle en sus Ensayos, en el titulado De cómo el filosofar es aprender a morir, relativiza así la duración de la vida: "La utilidad
del vivir no está en su duración sino en su uso: alguno ha vivido largo tiempo y ha vivido poco: aplicaos a ella mientras podáis. De vuestra voluntad depende y no del número de años, el vivir bastante". Esto es lo que decía a sus 39 años, en 1572, el creador del ensayo como género literario. Cuatro siglos y pico después, la biomedicina empieza a conocer las bases biológicas de la longevidad y aspira a
prolongarla todavía más, pero en términos filosóficos y vitales las cosas no parece que hayan cambiado mucho ni es de prever que lo hagan.
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