La casa que era Neruda por dentro
Caminar por las habitaciones maravillosamente ilógicas de Isla Negra es seguir el rastro de un poeta que lo coleccionaba todo: libros, minerales o mascarones de barcos
Benjamín Prado 26/04/2008
Como todos los lectores reincidentes, he pasado una parte sustancial de mi vida caminando por ciudades inventadas, y en mi pasaporte están los sellos de la frondosa Macondo, de Gabriel Gabriel García Márquez; la lúgubre Comala que construyó Juan Rulfo dentro de su Pedro Páramo; la Santa María de El astillero, Juntacadáveres y otras obras de Juan Carlos Onetti; o las alegóricas Tlön y Uqbar de Jorge Luis Borges. Más al norte, en Estados Unidos, estuve con William Faulkner en un lugar que mucha gente parece haber visitado de oídas: el condado de Yoknapatawpha, que se extiende desde la novela Sartoris hasta Los rateros e incluye en su territorio libros como El ruido y la furia, Mientras agonizo, Santuario, Luz de agosto, Absalom, Absalom o La ciudad. Y en Europa, pasé un verano con Ernst Jünger en Heliópolis, donde asistí a la feroz lucha política entre los partidarios de Landvogt, defensor de los valores colectivos, y los del Procónsul, abogados del derecho individual; dediqué unas semanas del invierno de 1999 a viajar por las Ciudades invisibles de Italo Calvino, donde vi calles pavimentadas con estaño, torres de aluminio y casas suspendidas sobre un precipicio a base de cuerdas. Y, si la imaginación no me engaña, también recuerdo haber visto con mis propios ojos la fortaleza Bastiani, de Dino Buzzati, y la Tierra Media de Tolkien, si es que esos lugares que se encuentran en El desierto de los tártaros y El señor de los anillos están, de verdad, en nuestro continente.
Coleccionar es ir convirtiendo los caprichos en objetos, pero es también construir una estela
Antes de irme de allí como si saliera de un sueño, dejé a los pies del caballo con tres colas un ejemplar de 'Fustigada luz'
En España no he dejado de pasear por la Orbajosa de Benito Pérez Galdós y la Vetusta de Clarín; ni por el bosque de Mantua, situado en la hipotética Región que Juan Benet imaginó para sus Herrumbrosas lanzas; ni junto al río Dul, en la pantanosa Escescésina de El testimonio de Yarfoz, de Rafael Sänchez Ferlosio; ni por los campos de Agramante de algunas novelas de José Manuel Caballero Bonald, entre la desembocadura del río Guadalquivir y el coto de Doñana. Todos me gustaron hasta el punto de que tengo enmarcados en las paredes de mi casa los mapas de algunos de esos lugares que pintaron sus autores. Pero ninguno me fascinó tanto ni me pareció tan inverosímil como una playa real que su habitante más ilustre transformó en otro sitio ilusorio: Isla Negra, en la costa de Chile, donde levantó su casa más recordada el poeta Pablo Neruda.
Entrar en la casa de un escritor que admiras es siempre una experiencia emocionante que te hace sentir, contra toda lógica, el latido de la vida entre las cuatro paredes del muerto, como si el propietario de los muebles, la ropa que cuelga en los armarios, los libros de las estanterías o la máquina de escribir sobre la mesa acabara de marcharse o estuviera a punto de volver. Marina Tsvietáieva lo explicó de forma magnífica en su libro Natalia Goncharova, retrato de una pintora: "Hay casas en las que se vive. Hay casas que viven. Por sí mismas. Al margen de las personas. Casas donde hay de todo (todo, salvo las personas). Casas que han vivido tanto (...) que simplemente continúan viviendo. Como un libro que ya no necesita de su autor, ni de sus lectores". Es fácil sentir eso en Finca Vigía, la mansión colonial de Ernst Hemingway en San Francisco de Paula, muy cerca de La Habana; o en Rungstedlund, el hogar de Isak Dinesen, situado a media hora de Copenhague, donde la autora de Memorias de África vivió y está enterrada; o en la Huerta de San Vicente, la residencia veraniega de la familia García Lorca en Granada, donde también podrían llevarse los restos del autor del Romancero Gitano si sus herederos quisieran sacarlo de su fosa común en Víznar.
Neruda también está enterrado en su casa de Isla Negra, frente al océano Pacífico, pero también lo estuvo en otro lugar: una humilde tumba de un cementerio de Santiago, donde debieron dejarlo, casi clandestinamente, cuando murió a los pocos días del golpe de Estado contra Salvador Allende. Como se ve, su historia y la de su amigo Federico García Lorca estuvieron llenas de paralelismos hasta el fin. Al autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada no lo asesinaron del todo los militares sediciosos, como creyó al recibir la noticia otro de sus mejores amigos, Rafael Alberti, quien incluso hizo algunas declaraciones y escribió un poema urgente en el que lloraba su asesinato. En realidad, el premio Nobel chileno murió de cáncer, pero todos los que estuvieron a su lado en esos días terminales, entre ellos los doctores que lo cuidaban, coinciden en afirmar que la impresión que le produjo el levantamiento militar, la tristeza por la muerte de Salvador Allende y las noticias del saqueo de sus casas de Valparaíso y Santiago lo mataron antes de tiempo. Los soldados también fueron entonces a Isla Negra, en busca de armas, que desde luego no encontraron, pero Neruda no pudo ser trasladado allí hasta el año 1990, cuando la democracia consiguió sacar el país de debajo de las botas de los criminales.
Isla Negra no es una isla, sino sólo un fragmento de costa, y la casa de Neruda tampoco es una casa, sino un museo. Lo es ahora, pero también lo fue en vida del poeta, que como se sabe era un coleccionista incansable, hasta el punto de que el edificio original se tuvo que ir ampliando sucesivamente para poder albergar sus mascarones de proa, botellas con barcos dentro, caracolas, ídolos de barro, máscaras, mariposas, pipas, minerales, escarabajos, mapamundis, llaves y, por supuesto, primeras ediciones que serían la envidia de cualquier bibliófilo. A pesar de todo, el autor de Residencia en la tierra y el Canto general afirmaba que más que un coleccionista él era un "cosista", alguien a quien le gustaba juntar cosas. Lo hacía hasta el punto de construir una estancia exclusiva para un caballo de cartón de tamaño natural que le compró a un talabartero y para el que llegó a dar una fiesta de bienvenida a la que acudieron tres amigos con el mismo regalo: la cola que le faltaba al animal. Neruda solucionó la coincidencia colocándole las tres y bautizándolo, en ese mismo momento y por razones obvias, como "El caballo más feliz del mundo".
Coleccionar es ir convirtiendo los caprichos en objetos, pero es también construir una estela, y por eso caminar por las habitaciones maravillosamente ilógicas de Isla Negra es seguir el rastro de Neruda, pero también el de su poesía, que a fin de cuentas no es más que la otra dirección del mismo camino: si dentro de sus obras el escritor, disfrazado según el caso de cocinero, ornitólogo, naturalista o gemólogo, convirtió en poesía todo lo que veía, tocaba o degustaba, como demuestran los tres volúmenes de las Odas elementales, su Arte de pájaros o Las piedras de Chile, fuera de ellas el hombre fue tirando de sus deseos hacia la realidad y los transformó en materia palpable que, sin embargo, no perdiese su condición mágica. Buen ejemplo es el de los mascarones, y entre ellos el de su preferido, el que tiene forma de mujer y se llama María Celeste, que lloraba todas las noches cuando el calor del fuego que ardía en la chimenea condensaba el vapor en sus ojos de vidrio.
La tumba del gran enemigo literario de Pablo Neruda, que fue Vicente Huidobro, está en la ciudad costera de Cartagena y en ella hay una famosa inscripción que acaba de esta forma: "Abrid la tumba / Al fondo de esta tumba se ve el mar". Me temo que Neruda también le ganó esa batalla al magnífico creacionista de Altazor, porque donde sin duda está el mar es en su casa de ese lugar a la vez real y ficticio que es Isla Negra, junto a las mil y una cosas de este mundo que quisieron abarcar tanto sus versos como sus manos.
Antes de irme de allí como si saliera de un sueño en el que me hubiese visto andar por el interior del propio Neruda, dejé a los pies del caballo con tres colas un ejemplar de Fustigada luz, el libro en el que Rafael Alberti incluyó los dos poemas que le salieron del corazón cuando supo que habían muerto a su amigo, o que lo habían morido, como diría Juan Gelman, pocos días después del primer 11 de septiembre terrible de la Historia, el que sufrió Chile en 1973. Quizás ahora esté en la biblioteca del autor del Canto general, junto a sus primeras ediciones de Quevedo, de Alonso de Ercilla, de Victor Hugo con la firma del creador de Nuestra señora de París, o de aquel tomo artesanal de Paloma por dentro que constaba de poemas suyos y dibujos de García Lorca.
A Neruda le hubiera gustado tenerlo.
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