Foto: Cristóbal Manuel/El País.
Umberto Eco
(Alessandria, 1932) ha llegado a Burgos como el peregrino que remata su
andadura en Santiago: con la sensación de haber cumplido una promesa.
“Cuando tenía 20 años y preparaba mi tesis sobre estética medieval, veía
que el modelo de los portales románicos que estudiaba eran las escenas
del Apocalipsis de [las iglesias de] Castilla y León. Uno de los más
bellos Apocalipsis se encontraba en Burgos, aunque ya no existe. Además,
al escribir El nombre de la rosa tenía en mente la idea de un
bibliotecario ciego también de Burgos, de Silos; es decir, todas mis
fantasías han pasado por aquí”, cuenta satisfecho. El semiólogo recibió
ayer en la Universidad de Burgos un doctorado Honoris Causa —“el 39º”,
recuerda— en Historia Medieval.
El escritor, autor de ensayos sobre cómics y de novelas exitosas como
la citada, de 1980, o El péndulo de Foucault (1989) —ejemplos de lo que
los críticos han dado en llamar, no sin reparos por la contradicción,
best sellers cultos—, aparenta veinte años menos y apenas si utiliza un
bastón para apoyarse; de hecho, arrastra más las erres que las piernas.
La víspera ha estado trepando por las escaleras de un archivo burgalés
“donde se encuentran ejemplares con más de mil años de antigüedad, y sin
embargo nadie es capaz de decirnos cuánto nos va a durar un USB…” La
conversación va de la ceca a la meca y vuelve a las andadas, del libro
al ciberespacio; a juzgar por las continuas referencias informáticas,
podría deducirse que si tuviera que reeditar su clásico Apocalípticos e
integrados (1964), el célebre ensayo sobre la comunicación de masas,
podría renombrarlo Apocalípticos y enRedados. De la Galaxia Gutenberg a
la Galaxia Internet, el semiólogo italiano teje una sutil tela de araña
plagada de referencias librescas y detalles tecnológicos y de actualidad
a los que solo pone un coto: ni una palabra sobre política italiana o
la crisis europea.
Cosa extraña esta última, porque su discurso está empapado de un
entusiasta fervor europeísta, aunque no deja de reconocer la crisis de
ideas (o la lucha de tópicos) actual. “Sí, Europa está dividida en dos
estratos: uno superior con una profunda identidad europea; usted lo sabe
todo sobre el Fausto de Goethe, nosotros todo sobre Don Quijote,
tenemos una cultura común. He encontrado hace poco una página bellísima
de Proust, en el último volumen de En busca del tiempo perdido, cuando
cuenta desde París la guerra contra los alemanes y cómo bombardeaban
estos la ciudad, y sin embargo los personajes, que sabían que podían
morir bajo las bombas, escribían artículos sobre Schiller. La clase
intelectual (francesa), al margen de la guerra, continuaba sintiéndose
europea. Esto no sucede con personas de otro medio intelectual, que no
han comprendido todavía que tienen la suerte, por primera vez en
cincuenta años, de no estar matándose entre ellos. En Europa han muerto
40 millones de personas. Pero la comodidad de atravesar las fronteras
sin papeles ha hecho olvidar todo eso”.
Para forjar más Europa, Eco reivindica fórmulas de intercambio como
el Erasmus. “Ha sido una gran idea, no solo porque ha permitido
conocerse, e incluso casarse, a europeos de distintos países, y
permitirá crear en las próximas décadas una clase dirigente al menos
bilingüe… Pero fuera de ese nivel es muy difícil. En un congreso de
alcaldes europeos en Florencia, propuse para los trabajadores
[municipales] un intercambio parecido al Erasmus, y salió un alcalde de
Gales, y dijo: “Me la sopla que uno de los míos vaya a Ámsterdam; en
todo caso a Londres… (risas)”.
Hablando de Europa, resulta imposible sustraerse a la palabra crisis,
aunque orille adrede lo político. ¿La crisis le sienta mal a la
cultura, la perturba mucho o, al contrario, la espolea? “La cultura es
una crisis continua. La cultura no está en crisis, es una crisis
continua. La crisis es condición necesaria para su desarrollo”. ¿Y la
mercantilización del producto cultural, o el riesgo de privatización del
patrimonio? Es un fenómeno que en realidad tiene muchos siglos de
antigüedad, recuerda Eco, en referencia al patrocinio privado de
actividades culturales (la restauración del Coliseo romano por una firma
de zapatos, o los palacios venecianos propiedad de grandes fortunas que
exhiben su poderío y su logo): “Eso siempre ha existido. Virgilio era
pagado por Augusto; Ariosto cobraba de un duque. De alguna manera, si yo
hubiese vivido en el siglo XVII habría debido estado al servicio de un
señor; hoy no, mi trabajo literario o docente me permite vivir. En este
sentido, la cultura es hoy más libre. Todos los textos en el ochocientos
se inician con una loa al señor, al rey, es como si hoy tuviese que
encabezar todos mis libros con un elogio de Berlusconi (risas)… Es justo
que una empresa colabore con fondos para restaurar el Coliseo de Roma…”
En sus múltiples escritos Eco ha dejado dicho que la verdadera
felicidad es la inquietud por saber, por conocer. “Es lo que Aristóteles
llamaba maravillarse, sorprenderse… La filosofía siempre comienza con
un gran ohhh!” ¿Y el conocimiento es acaso como el viaje a Ítaca de
Kavafis, un recorrido que no debe terminar jamás? “Sí, pero además el
placer de conocer no tiene nada de aristocrático, es un campesino que
descubre un nuevo modo de hacer un injerto; evidentemente, hay
campesinos a los que esos pequeños descubrimientos procuran placer y a
otros no. Son dos especies distintas, pero naturalmente depende del
ambiente; a mí me inoculó el gusto por los libros de pequeño… Y por eso
al cabo de los años soy feliz, y a veces infeliz, pero vivo activamente
mientras que muchos viven como vegetales”.
Un bibliómano como Eco ha integrado la presencia de Internet
en su vida diaria como en su día hiciera con el automóvil o el
telefonino (que no suena ni una vez durante el encuentro): como un hecho
consumado ni manifiestamente bueno ni todo lo contrario. “Internet es
como la vida, donde te encuentras personas inteligentísimas y cretinas.
En Internet está todo el saber, pero también todo su contrario, y esta
es la tragedia. Y además si fuese todo el saber, ya sería un exceso de
información… Si yo comienzo a estudiar en la escuela necesito un libro
así [hace un apócope con las manos], no uno enorme, que no entenderé, a
nadie se le ocurre darle la [Enciclopedia] Británica a un niño…”
Como investigador, Eco utiliza Internet como lo que considera que
debe ser, una herramienta, y no un fin en sí mismo. Por tanto, no augura
conflictos de intereses -ni de espacios- entre lo virtual y la realidad
tangible del papel, bien sea prensa o un volumen de mil páginas. “Se
puede leer Guerra y paz en ebook, obviamente, pero si lo has leído hace
diez años, y lo retomas, el libro objeto te mostrará los signos del
tiempo y de la lectura previa… Releerlo en un ebook es como leerlo por
primera vez. Es una relación afectiva, como ver de nuevo la foto de la
abuela (risas)… El libro como objeto continuará existiendo, de la misma
manera que la bicicleta sigue existiendo pese a la invención del
automóvil; es más, hoy hay más bicicletas que hace unos años. Lo mismo
podemos decir del fin de la radio por culpa de la televisión…”.
“Internet es una cosa y su contraria. Podría remediar la soledad de
muchos, pero resulta que la ha multiplicado; Internet ha permitido a
muchos trabajar desde casa, y eso ha aumentado su aislamiento. Y genera
sus propios remedios para eliminar ese aislamiento, Twitter, Facebook,
que acaban incrementándola porque relaciona con figuras muchas veces
fantasmagóricas, porque uno cree estar en contacto con una bellísima
muchacha que en realidad resulta ser un mariscal de la Guardia Civil…
(risas)”.
El doctor Honoris Causa se despide recomendando una lectura de prensa
casi con lápiz y papel. “Los periódicos han perdido muchísimas
funciones. Por la mañana lo hojeo rápidamente porque las noticias
principales ya me las ha contado la televisión, pero continúa siendo
importante por los editoriales, por los análisis, y es fundamental no
leer uno, sino al menos dos cada día. Se debería enseñar a leer
periódicos a la gente, dos o tres, para ver la diferencia entre las
opiniones, no para conocer las noticias, eso ya nos lo dice la tele”.
La televisión, esa tele vulgarizada hasta el extremo por obra y
gracia de ese Berlusconi de quien sigue resistiéndose a hablar más que
de pasada, pero que vino a ser, en versión embrionaria, la gran
revolución sociocultural que Internet fue después. “La televisión en
Italia ha hecho mucho bien a los pobres, les ha enseñado un nivel
estándar de idioma, y mal a los ricos, que se quedaban en casa en vez de
ir a un concierto. Y no hablamos de ricos o pobres en función del
dinero que tengan, sino de ideas, de ganas. La televisión en Italia ha
enseñado a hablar a masas de campesinos, obreros, en la Italia
unificada. Internet es lo contrario: a los ricos que lo saben usar, les
va bien; los pobres, que no lo saben usar, no tienen capacidad para
distinguir”.
(Con información de El País)
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