Marcelo Colussi (especial para ARGENPRESS.info)
“Prefiero despertar en un mundo donde Estados
Unidos sea proveedor del 100 % de las armas
mundiales”.
Lincoln Bloomfield, funcionario del Departamento
de Estado de Estados Unidos.
En
estos días murieron 12 personas en una balacera en Estados Unidos, y
alrededor de 50 resultaron heridas. Lo cierto es que ya no resulta
novedad la noticia de una masacre en ese país. Lo curioso a tener en
cuenta en estos casos es su modalidad: un “loco” que se pone a matar
gente a diestra y siniestra, armado hasta los dientes, en medio de una
escena de aparente tranquilidad ciudadana. Estamos tan habituados a eso
que no nos sorprende especialmente. Si el mismo hecho ocurriera, por
ejemplo, en una nación africana o centroamericana serviría para seguir
alimentando su estigmatización como “países pobres y, fundamentalmente,
violentos”. Allí, en el Sur del mundo, la violencia y la muerte
cotidiana adquieren otras formas: no hay “locos” que se broten y
produzcan ese tipo de masacres; la muerte violenta es más “natural”,
está ya incorporada al paisaje cotidiano, recordando que muere más gente
de hambre -otra forma de violencia- que por proyectiles de armas de
fuego.
La
repetición continuada de estos sucesos tremendamente violentos obliga a
preguntarse sobre su significado. Si bien es cierto que en muchos
puntos del planeta la violencia campea insultante con guerras y
criminalidad desatada, luchas tribales o sangrientos conflictos civiles,
no es nada común la ocurrencia de este tipo de matanzas, con esa forma
tan peculiar que la potencia del Norte nos presenta casi con
regularidad. Si ocurren, como sucedió hace un año en Noruega,
constituyen una catástrofe nacional. En Estados Unidos, por el
contrario, ya son parte de su estampa social “normal”.
Explicarlas
sólo en función de explosiones psicopatológicas individuales puede ser
una primera vía de abordaje, pero eso no termina de dar cuenta del
fenómeno. Sin dudas que quienes la cometen, quienes terminan
suicidándose en muchos casos, pueden ser personalidades
desestructuradas, psicópatas o psicóticos graves; simplemente “locos”
para el sentido común. ¿Pero por qué no ocurren también en los países
del Sur plagados de guerras internas y armas de fuego, donde la cultura
de violencia está siempre presente y las violaciones a los derechos
humanos son el pan nuestro de cada día? ¿Por qué se repiten con tanta
frecuencia en la gran potencia? Ello habla de climas culturales que no
se pueden dejar de considerar. La violencia no es patrimonio de las
“repúblicas bananeras”, en absoluto, aunque cierta versión peliculesca
-estadounidense, por cierto- nos intente acostumbrar a esa visión.
Ese
patrón de violencia fenomenal que desencadena periódicamente masacres
de esta naturaleza no es algo aislado, circunstancial. Por el contrario,
habla de una tendencia profunda. La sociedad estadounidense en su
conjunto es tremendamente violenta. Su clase dirigente -hoy por hoy,
clase dominante a nivel global- es un grupo de poder con unas ansias de
dominación como jamás se vio en la historia, y el grueso de la sociedad
no escapa a ese clima general de violencia, entronizado y aceptado como
derecho propio.
Exultante
y sin la más mínima sombra de duda o recato el por ese entonces
candidato a representante de Washington ante Naciones Unidas John
Bolton, en el 2005 y en medio del clima de “guerras preventivas” que se
había echado a andar luego de los atentados de las Torres Gemelas, pudo
decir que “cuando Estados Unidos marca el rumbo, la ONU debe seguirlo.
Cuando sea adecuado a nuestros intereses hacer algo, lo haremos. Cuando
no sea adecuado a nuestros intereses, no lo haremos”. Es decir: la gran
potencia se arroga el derecho de hacer lo que le plazca en el mundo, y
si para ello tiene que apelar a la fuerza bruta, simplemente lo hace.
Esa es la cultura estadounidense. El vaquero “bueno” matando indios
“malos” cuando lo desea; así de simple.
Estados
Unidos ha construido su prosperidad sobre la base de una violencia
monumental (por cierto, como todas las prosperidades de los imperios: a
la base siempre hay un saqueo. La propiedad privada es el primer robo de
la historia). La Conquista del Oeste, la matanza indiscriminada de
indígenas americanos, el despojo de tierras a México, la expansión sin
límites a punta de balas, el racismo feroz de los anglosajones blancos
contra los afrodescendientes -con linchamientos hasta no hace más de 50
años y un grupo extremista como el Ku Klux Klan aún activo al día de
hoy- o el actual racismo contra los inmigrantes hispanos legalizado con
leyes fascistas, toda esa carga cultural está presente en la cultura
estadounidense. Único país del mundo que utilizó armas nucleares contra
población civil -no siendo necesarias en términos militares, pues la
guerra ya había sido perdida por Japón para agosto de 1945, cuando se
dispararon-; país presente en forma directa o indirecta en todos los
enfrentamientos bélicos que se libran actualmente en el mundo, productor
de más de la mitad de las armas que circulan en el planeta, dueño del
arsenal más fenomenal de la historia con un poder destructivo que
permitiría hacer pedazos la Tierra en cuestión de minutos y productor de
alrededor del 80% de los mensajes audiovisuales que inundan el globo
con la maniquea versión de “buenos” versus “malos”, Estados Unidos es la
representación por antonomasia de la violencia imperial, del desenfreno
armamentístico, del ideal de supremacía. Las declaraciones de Bolton
citadas más arriba no pueden ser más elocuentes.
Su
símbolo patrio, el águila de cabeza blanca, lo pinta de forma cabal:
ave rapaz por excelencia, muchas veces se alimenta de carroña o robando
las presas de otros cazadores, conducta “ladrona” que llevó al padre de
la patria Benjamin Franklin a oponerse vehementemente a la designación
de este animal como representación del país. [El águila blanca] “no vive
honestamente. Por haraganería no pesca por sí misma. Ataca y roba a
otras aves pescadoras”, escribió indignado fundamentando por qué no
debía ser esa ave el símbolo nacional. Obviamente, sus ideales no
triunfaron.
Lo
que sucedió estos días en el estreno de la película de Batman,
repetición de dramas más o menos similares en estos años, es
consecuencia natural -y ¡obligada!, se podría decir- de una historia
donde la apología de la violencia y de las armas de fuego está presente
en los cimientos de su sociedad. “El derecho a poseer y portar armas no
será infringido”, establece tajante la segunda enmienda de su
Constitución. Para salvaguardar este derecho y “promover y fomentar el
tiro con rifle con una base científica”, en 1871 se fundó la Asociación
Nacional del Rifle, hoy día la asociación civil más vieja del país, con
cuatro millones de miembros y treinta millones de allegados y
simpatizantes. Por lo que puede apreciarse, la pasión por las armas
(¿por la muerte?) no es nueva. Las masacres son parte fundamental de la
historia de Estados Unidos.
De
acuerdo con informaciones de la organización Open Secrets, en los
últimos años distintas instancias que buscan restringir las armas de
fuego han invertido alrededor de un millón y medio de dólares en sus
campañas, en tanto la Asociación Nacional del Rifle para ese mismo
período ha cabildeado gastando más de diez millones de dólares para
mantener intocable la segunda enmienda.
Si
es cierto, como dijera Freud, que no hay real diferencia entre
psicología individual y social, porque en la primera está ya contenida
la segunda, la “locura” del joven asesino de estos días no es sino la
expresión de una cultura de violencia que permea toda la sociedad
estadounidense haciéndola creer portadora de un “destino manifiesto”.
Pero la realidad es infinitamente más compleja que vaqueros “buenos”
contra indios “malos”.
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