A decir verdad, tengo la manía de desconfiar de los jurados. No es que los menosprecie, pero sí me resisto a magnificar sus conclusiones. Será que me molestan los criterios impuestos, y justamente eso, imponer su opinión, es lo que siempre hacen los jurados. (Tanto es así, que el ciento por ciento de las convocatorias a concursos terminan con una frase lapidaria: “El fallo será inapelable”).
Sin embargo, he de admitir que estoy de acuerdo con cierto jurado que acaba de premiar -o mejor, llenar de premios- a la británica Adele durante la reciente ceremonia de los Grammys. Seis gramófonos cargó a casa la rubita de Tottenham, incluyendo los correspondientes a mejor disco (”21″), letra y canción del año (”Rolling in the deep”).
Bien envuelta en carnes, Adele parece más una modelo de Rubens que una diva de los tiempos que corren. Nada de extravagancias a lo Lady Gaga, escenarios de vértigo o muchas lucecitas montadas para escena. La inglesa es, simplemente, una mujer que canta bien. Muy bien.
Su voz de contralto desmenuza sin apremios los temas que ella misma escribe. Y acaso porque “la poesía más fina y sensitiva nace de los momentos de honda melancolía”, Adele prefiere hablar de decepción y de fracaso, de dolores y nostalgias. Es ahí donde brillan sus letras, y por esa rendija es que se cuelan en el alma de la gente.
Habla poco esta Adele. En el ojo de todos los huracanes del planeta, cuando a otros les da por revolverse como perro con pulgas, la muchacha se limitó a evocar a su madre, los amigos y los médicos que la operaron hace poco de las cuerdas vocales, y confesó: “Este disco está inspirado en una relación miserable, y éste ha sido un año que me ha cambiado la vida”. Entonces cantó “Rolling in the deep”, y el teatro se transformó en aplausos.
Nada mal estuvo este jurado. Y lo digo porque yerros no faltan y omisiones absurdas hay bastantes en la historia de los Grammys. Fíjese usted que los jurados llegaron a premiar a aquel par de impostores que formaron el dúo Milli Vanilli. Y que a Bob Marley solo lo reconocieron de manera póstuma. Y a que The Who y The Doors no supieron aquilatarlos en su debido tiempo.
Pero Adele no corrió la misma suerte. La justicia se puso de su lado para que el Nobel de la música no la esquivara como el de literatura hizo con Nabokov y Borges, o como el de la paz con Gandhi. Yo, que descreo de (casi) todos los jurados, esta vez no puedo menos que coincidir con su criterio.
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