Un obrero me ve, me llama artista. Noblemente, me suma su estatura.
Silvio Rodríguez.
Silvio Rodríguez.
Hay personas en todos los balcones. De los árboles cuelgan muchachos, también de cada muro, de cada andamio de bafles o de luz. Entre la gente corre una brisa agradable, no muy fuerte. Poca para ser frío pero mucha para ser octubre.
En la intersección de Recreo y Salvador, dos calles cualquiera, se alza el escenario: cierta escenografía (en este caso bien modesta), público alrededor, músicos encima.
Silvio Rodríguez hace lo suyo. Y el Canal, antológico barrio del Cerro (aquí ensayaba la comparsa los Alacranes), se estremece. Un estremecimiento leve, una momentánea hiperestesia. Nada que parezca de otro mundo, ni siquiera de otro hemisferio, y por lo tanto nada que se aparte de lo real.
Aquí confluyen varias calles, o callejones, o, si se prefiere, entresijos de la ciudad. El atuendo de Silvio es el único posible: el de un marginal. Pantalón claro de mezclilla, camisa negra, ancha o muy azul, espejuelos de profesor, gorra de custodio. Al que porte esa ropa, sea lo que sea, uno debiera escucharlo de antemano.
Pongamos por caso: si se escucha a Silvio de noche, o en solitario, aunque sea una vez, y se rinde la prueba, ya uno puede pensar en la prosperidad. Una prosperidad, eso sí, con revestimiento de miseria, que tira con fervor hacia lo indefinible y en ocasiones hacia lo inconmensurable, pero al fin y al cabo prosperidad.
Se puede estar de acuerdo o no con su carácter, o con sus ideas políticas, o con sus posturas ecológicas, pero con lo que no se puede estar en desacuerdo es con sus canciones. O se escucha a Silvio, o se toca una rumba, o nos hundimos todos en el caos. Eso es lo que hace asiduamente la gente del Canal y eso es lo que harán después del concierto. Tocar rumba y sobrevivir. Llevar en sus espaldas, en sus angostos solares, en sus balcones derruidos, el peso irremediable de la música.
Parece que algo grande está a punto de ocurrir, pero es solo eso, una impresión. Que fluye por detrás de cada gesto y que se acumula en el aire. Como el tiempo, que también se acumula en el aire y que puede ser capaz, entre los focos dispersos de la escena, de inmortalizar a un artista carismático, conversador, a un Silvio inusitado, abiertamente locuaz.
Lo que por otra parte también se entiende. No es algo que se pueda explicar pero sí algo que se pueda entender. Como el hecho de que hace algunos años, Silvio -o lo que en Cuba entendemos por tal- apareciera en una película danesa, proyectada una tarde de diciembre en la modesta sala del cine Riviera.
La historia es bastante breve.
Una muchacha de cierta secta religiosa marcha hacia Copenhague. No conoce el amor. No conoce a los hombres. No conoce nada de la vida. A los días se encuentra un muchacho. Un muchacho que conoce a los hombres, que en cierto modo, como todo muchacho de las grandes ciudades, también conoce la vida, pero que no conoce el amor sino de oídas.
El muchacho, pues, corteja a la chica, que obviamente es rubia, y que lleva en la cara, superpuesto como una máscara, el inexorable signo del temor y del desafío.
De manera previsible ambos caen en una habitación. Tras varios minutos de rodeos -minutos bastante densos y de una insoportable lentitud-, el muchacho invita a la chica, quien para ese momento ya era la mujer de sus sueños, o algo parecido, a que escuche una canción, mi canción preferida, le dice, y la muchacha, a la que lo mismo le hubiese dado una canción que un libro que un retrato, diligentemente acepta.
El muchacho enciende el Ipod o el tocadiscos o tal vez el gramófono (la película es una película sin edad, fuera de época) y luego explica, a grandes trazos, lo que la rubia nórdica no entiende. A primera vista parece que le está explicando el mundo, cómo funciona, de qué van las cosas entre los hombres, o que le está definiendo, si tal cosa fuera posible, o viable, o sensata, algunas posturas o algunos perfiles del mismísimo semblante o del mismísimo torso del (des)amor.
Pero el muchacho -quien quizás hizo todo eso y algo mucho más inquietante que nunca llegaremos a saber- solo se limita a traducir la letra, a llevar al danés, mientras acaricia el cuello o mientras desliza su mano por los lacios cabellos de la muchacha, las estrofas azules de Unicornio. Pasa que, en primera instancia, el muchacho no entiende el castellano. Detalle que a la larga no cuenta, pues igual termina traduciendo lo que tenía que traducir.
El Riviera, de más está decirlo, estalló con la escena, se descompuso. Los cinéfilos del Vedado saltaron sobre sus butacas, y celebraron, al límite, la sabiduría de los daneses. La misma sabiduría (la de los daneses) y la misma euforia (la de los cinéfilos del Vedado) que la de la gente del Cerro, y más específicamente que la de la gente aglomerada entre Recreo y Salvador.
Ahora, al filo de las ocho y veinte, sobre la tabla rasa de los años, algo impreciso acaba de transcurrir. Tal vez sea el vestigio de un día, tal vez no.
Es algo que no podrá saberse hasta la tarde siguiente. Justo cuando las calles del Cerro se adentren en la noche, y algún infeliz se abrigue de los vientos de octubre, y el norte unánime de Europa se dedique a invernar.
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