Es innegable la influencia que ha ejercido la poesía española en la literatura latinoamericana, especialmente en los primeros años del siglo veinte, cuando el modernismo impulsado por Rubén Darío renovaba el lenguaje poético en castellano, se despercudía del simbolismo francés, alcanzaba expresiones superlativas como la poesía de César Vallejo, Jorge Luis Borges o el joven Pablo Neruda y se extendía y abría paso entre las letras universales, en medio, todavía, del vanguardismo, el surrealismo y de otras formas menores de expresión y estilos.
Esa influencia innegable y fortalecedora en un continente lingüístico, que se debatía entre los azares del indigenismo y revaloraciones de una identidad más viva de lo que se pensaba, y por ende más influyente en la concepción de la cultura, la política, la filosofía y las ciencias sociales, se hizo, sin embargo, débil frente al torrente avasallador de nuevas concepciones poéticas, nacidas ya en territorio latinoamericano.
Pero en la década de los años treinta, cuando ya Vallejo había publicado Trilce, Neruda sus veinte poemas de amor, por ejemplo, el indigenismo recorría América desde Puno y Cusco, y Octavio Paz se incorporaba al complejo esquema poético latinoamericano, en España aparece, fulgurante, como el título de uno de sus libros (El rayo que no cesa) un poeta que habría de vivir lo suficiente como para iluminar la poesía en castellano, Miguel Hernández.
Como la de muchos poetas iluminados, la vida de Hernández fue un tormento. Nacido un 30 de octubre de hace cien años en un pueblito llamado Orihuela, murió 31 años después en un sanatorio de Alicante, mientras sufría prisión por defender la República. A esta breve biografía deberíamos añadir que en solo diez años publicó cuatro libros de poesía y teatro, se casó y tuvo dos hijos, uno de ellos murió aún siendo bebe; se alistó en las milicias que el dictador Franco venció y después de apresarlo lo condenó a muerte. Al conmutársele la pena fue la tuberculosis la que no entendió razones.
La poesía de Miguel Hernández no solo renovó el lenguaje y la estética que los españoles de la denominada Generación del 27 acababan de fundar, sino que resultó ser la más influyente en las nuevas miradas poéticas que se forjaban al rayarla primera mitad del siglo. Poetas como Ernesto Cardenal o Mario Benedetti habrían de reconocer luego la enorme deuda que contrajeron con la poesía de Hernández. Incluso, pasando el tiempo, trovadores y poetas ya de las décadas del sesenta y setenta, reflejarían en sus cantos y poemas ese espíritu juvenil, revolucionario y lírico que transmite la obra del miliciano.
Hijo de una familia humilde dedicada al pastoreo y crianza de animales, tuvo la suerte de acceder a una educación básica donde descubrió, desde muy temprano, la lectura de los clásicos. Intenta en un primer viaje a Madrid conseguir trabajo y trabar amistades, no lo logra, sino en su segunda visita, cuando conoce a Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, se reúne con los miembros de la Generación del 27, pero tiene que volver a su ciudad natal, donde conserva un amor de juventud. Publica en 1933 “Perito en lunas” con prólogo de su entrañable amigo de infancia Ramón Sijé, quien sería protagonista de otro momento doloroso del poeta, ya que muere en 1935.
Sin embargo esta muerte le inspiraría el poema “Elegía” e inmediatamente después despertaría elogios de Juan Ramón Jiménez. Publica en 1936 “El rayo que no cesa”, obra que debido a la corta vida del autor se convertiría en la mayor expresión de su poesía. Demuestra su dominio del soneto, la sutiliza del tema amoroso, expresa su compromiso político y ensaya un lenguaje con el que dejaba atrás las características de la famosa generación española para dar el paso a la nueva poesía de la media centuria, que se funda precisamente con la Generación del 36.
Estalla la Guerra Civil Española y sin pensarlo mucho Hernández se alista en
las filas de los defensores de la República, ocupa varios cargos y se desplaza por varios frentes. Aprovecha para volver a Orihuela y casarse con Josefina Manresa, vuelve a los campos de batalla. Al terminar el conflicto es apresado y gracias a la intervención de amigos es liberado, tiene dos hijos, publica “Viento del pueblo, poesía en la guerra”, pero vuelve a ser detenido y condenado a muerte.
El resto es historia conocida. Pero lo importante de esta historia es la poesía de Hernández. Su aparición y súbita muerte parecen ser solo una justificación. Miguel Hernández ha prestado sus palabras para causas infinitas. No cabe confundir sus poemas revolucionarios con panfletarios; aquellos son expresión viva de su emoción, esperanza y experiencia y éstos suelen ser solo palabras subidas de tono: “Llegaron a las trincheras/ y dijeron firmemente:/ ¡Aquí echaremos raíces/ antes que nadie nos eche!/ Y la muerte se sintió/ orgullosa de tenerles”.
Pero también dijo: “¡Lunas! Como gobiernas, como bronces,/ siempre en mudanza, siempre dando vueltas./ Cuando me voy a la vereda, entonces/ las veo desfilar, libres, esbeltas./ Domesticando van mimbres, con ronces,/ mas con las bridas de los ojos sueltas,/ estas lunas que esgrimen, siempre a oscuras,/ las armas blancas de las dentaduras”.
Así, la poesía de Miguel Hernández cubre un universo personal y al mismo tiempo comunitario, abarca espacios y tiempos que no se limitan al que él experimenta, aunque de su vivencia del amor, la muerte, la soledad, la injusticia y la amistad se nutre cada palabra que instala en sus poemas. Su palabra es como su existencia, un rayo, una luz efímera que no deja de alumbrar.
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